Mi casa de la infancia

Estas últimas vacaciones de semana santa regresé a mi pueblo. Quedé con algunos de esos amigos atemporales que permanecen arraigados a ese paisaje bucólico que aún decora  los recuerdos de mi pasado. Después de varios días de excesos sin remordimientos ni reproches que  solo puede ofrecer una tierra fértil en la que nada crece, decidí visitar mi antigua calle, mi casa de la infancia. Hacía muchos años que no pasaba por allí, en gran parte debido a que no hay ningún bar cerca.

De camino a aquel lugar empecé a recordar algunas de las cosas que allí había vivido.  Todas aquellas imágenes se dibujaban de forma muy borrosa en mi mente, sin embargo, aquello no evitaba que proyectara una sonrisa melancólica. Al llegar allí, descubrí que, en lugar de mi casa, había un kiosco. Me asomé desde la vidriera y vi una dependienta despachando algunas golosinas  a unos niños. ¡Qué lástima! Pensé. Y regresé al bar de siempre a empezar otra de esas jornadas cerveceras que acaban cuando el éxtasis del alcohol perece, cuando el desfase entre el reloj  y la noche resulta excesivo, cuando de forma letal, asoma el sol.

Al cabo de dos días, tuve que volver a pasar por allí, pues tenía que acompañar a mi abuelita al dentista. Cuál fue mi sorpresa cuando descubrí que mi antigua casa estaba, otra vez,  allí.  Deshabitada, polvorienta, desaliñada. La fachada mostraba algunas manchas y una de las ventanas exhibía cristales rotos. Seguí mi camino un tanto consternada y llegué al dentista. Y mientras esperaba a mi abuelita no dejaba de atormentarme aquella extraña visión.

Al día siguiente no pude resistir a la tentación de volver a pasar por allí. Y cuando regresé volví a ver aquel kiosco. Permanecí largo rato observando desde la acera y en un impulso desafiante entré y compré una bolsa de gominolas. Observé por dentro la tienda y no encontré nada que hablara de la que fui. Noté un escalofrío recorrer mi cuerpo al pensar que el devenir del tiempo había decidido borrar mis recuerdos, suprimir esa parte de mí que yo lucho por conservar.

En los días sucesivos, pasé por allí varias veces y mi antigua casa aparecía y desaparecía sucesivamente. Uno de esos días, acudí al bar del pueblo y ofrecí aquella bolsa de gominolas a mis amigos. A medida que iban comiendo de ellas percibí que sus cuerpos se iban difuminando. Inmediatamente retiré la bolsa por miedo a que, en un atracón, alguno de ellos desapareciese.  Tiré las gominolas a la basura. Ellos se quejaron durante un rato, pero a la siguiente ronda olvidaron aquel asunto.

Aquella noche no pude dormir, estaba exhausta ante tanto misterio. Así que decidí volver a aquel lugar para comprarme otra bolsa de gominolas y comérmelas todas de un tirón. Pensé que así, a lo mejor, desaparecían todos esos recuerdos que aún arrastro y que hacen tan insoportable mi existencia. También calculé que entre tantas otras posibilidades podía desaparecer yo. Pero decidí correr el riesgo.

A las 10 de la mañana llegué. Y volvía a ver mi antigua casa. Empezaba a crecer la hierba por las paredes y  las manchas eran mucho más oscuras y extensas. De repente, apreció una señora que sacaba cosas de la casa. Llevaba una caja de cartón con un par de muñecas sin cabeza, algunos libros de Mazinger Z, un libro de lenguaje musical para principiantes y un par de raquetas de tenis. Era la caja del pasado de alguien que quizá era yo. Le pregunté a la señora si conocía a quién pertenecía todo aquello. Y me respondió que desde hacía un tiempo no se había vuelto a saber del pasado de aquella persona. Yo no le dije nada, por respeto. Y por saborear a solas aquel amargo sabor del olvido. Me acordé de las gominolas. Y lo entendí todo.

 

Descansa en paz, amor mío.

Recuerdo la última noche que pasamos juntos. La recuerdo parcialmente, como se acaba recordando todo en esta vida. Yo estaba, como de costumbre, bebiendo con unos cuantos de esos amigos que aún se conservan a pesar del tiempo y de los estragos que éste produce en las personas. No recuerdo en qué momento apareciste ni de que banalidades hablamos. Pero desde el mismo instante en que te vi noté como cada uno de los materiales que forman mi propio yo se dispersaban. Mi cuerpo atravesaba las brumas de la noche con una inquietud imprecisa, mi mente intentaba esquivar el recuerdo de algunos sueños arrojados a la orilla de la resignación, mis manos se movían torpes, intentando no rozar aquello que un día se les escapó. Atónita ante tal disgregación me dirigí al lavabo del bar. Vi mi rostro en el espejo e intenté ordenar todos los pedazos que se habían dispersado durante la noche, dotando al conjunto de esa sólida identidad que me ha de acompañar el resto de mi vida. Minutos más tarde comprobé que volvía a ser la misma de hacía apenas unas horas, la misma que mañana. Para ello tuve que arrancar ciertos hilos en los tejidos de mi alma, pero éste es el precio de arrinconar todas esas obsesiones por las que un día vibré y que ya no me pertenecen.

Fui directa a la barra a pedir otra cerveza. Y de repente apareciste tú. Yo estaba más tranquila porque ya me había convertido en esta otra. Empezamos a hablar de no sé qué cosas. A reír, de esa forma extraña en que sólo sonrío contigo. No sé en qué momento exacto noté subir la marea en mi mente, y al retirarse el agua volvió a aparecer esa otra que nunca se va del todo, que no cesa en reclamar un hueco en mi existencia.

A las pocas horas tú y quien fuera de mí estábamos ante la puerta de tu casa, rompiendo una vez más todas las promesas que me dictan que me aleje de ti. Subimos las escaleras de tu nuevo piso sin mediar palabra. Supongo que los dos estábamos mentalmente ocupados en evitar articular todas aquellas voces calladas que hemos ido tejiendo entre nosotros durante todo este tiempo.  A veces pienso que nos hemos conocido más por nuestros silencios que por nuestras palabras. Hay personas que opinan que ésta es más bien una forma de no conocerse. Yo no les contesto. Pero supongo que no entenderán lo que quiero decirles.

Tú no lo sabrás, pero cuando llegamos al primer piso, empecé a observar tumbas que sombreaban las paredes del edificio. Aquello, ciertamente, me extrañó, pero en vez de asustarme me invadió una profunda sensación  de curiosidad por lo que intenté afinar un poco más mi mirada fórica para ver si así conseguía leer algún epitafio. Pero nada. Otra vez, mi escasa visión me relegaba a ver mi mundo de manera limitada. Cuando entramos en tu casa estuve a punto de explicarte aquella espectral revelación, pero pensé que no lo entenderías, como muchas otras cosas, y decidí arrinconar aquel hallazgo a los confines de nuestros silencios.

Mientras tú te dirigías hacia la cocina, entré en tu habitación y empecé a observar los detalles. Tu abarrotada mesita de noche, los libros que pueblan con decoro tu estantería. Ya  había estado allí antes, creo. Pero esta vez, todo me parecía absolutamente fantasmal. Empecé a no encontrarle la gracia al asunto, así que, cuando cruzaste la puerta de la habitación, te pedí que encendieras la luz. Así lo hiciste y, sin embargo,  misteriosamente, todo parecía más apagado que antes. Voy al baño –te dije.  Y huyendo de aquel extraño me adentré en aquella otra estancia, buscando algo de tranquilidad. Me miré ante el espejo, pero éste me devolvió la imagen de otro ser, totalmente consternado, que no era yo.  Decidí echarle valor al asunto y mirando fijamente aquel reflejo espeté: Qué quieres.  Y, no estoy del todo segura, pero juraría que volví a ver una de esas tumbas y que conseguí leer su epitafio: “vives entre sombras”.

Regresé a tu habitación. Allí estabas tú. Pero no logré ver tu cuerpo. Apenas percibí  tu sombra. Me invadió el terror y rompí el silencio para decirte que esa noche estaba asustada. Tú sonreíste, ajeno a mis temores, malacostumbrado a mis excentridades,  y contestaste que no tenía que sentir miedo,  que total,  era una noche. Tu respuesta me recordó a aquel juego, la ruleta rusa, cuando en no sé qué película aquel actor repetía: “total, es una bala”. Joder, vale. Pero esa bala te puede matar.

De repente, desapareciste y regresaste con una cerveza. No sé por qué motivo, pero aquella lata opaca hizo que me sintiese aliviada y conseguí verme a mí misma como una sombra más entre las tinieblas. Sólo entonces conseguí que tu figura, sombreada, me pareciera una imagen infinitamente bella.  Y aquel sosiego me transportó a aquellas preguntas inmemoriales: ¿Cómo sería hoy mi vida si hubiese elegido vivir entre las sombras? ¿Sería una vida más auténtica? ¿Habría elegido seguir queriendo a aquellas personas que no me quieren? ¿Se hubiesen dado cuenta los demás de que finjo?

Demasiadas preguntas, sin duda. Quizá será mejor empezar por algunas respuestas, pensé. Y ya veremos qué pasa. De este modo, empecé a besarte. Inmediatamente, me reposaste en tu cama, al principio me pareció cómoda pero en pocos segundos noté en mi espalda esa madera fría que tallaba nuestro propio ataúd. Abrí los ojos, pero esta vez rehusé leer nuestro propio epitafio. De algún modo entendí que estábamos muertos, y que después de aquella noche ninguno de los dos volvería a resucitar jamás. Preferí mirarte a los ojos. Vi tus pupilas cerca, muy cerca, dentro de ese espacio fronterizo en que ya nada se puede ocultar.

De lo que pasó después, tengo un recuerdo parcial. Pero sí sé que tu mirada irradiaba destellos de algo aún hoy indescifrable. Recuerdo que no era mucha luz. Pero, aquella última noche, venció a la oscuridad.

D.E.P.

 

Pisadas

Estaba jugando a fútbol con algunos críos de mi clase cuando de repente sentí un tirón en la pierna derecha. Para no parecer una profe estropeada ante la mirada de 21 alumnos frente los que me muestro diariamente como una maestra sólida y persistente, decidí ponerme de portera y disimular mi fragilidad, una vez más. Siempre que juego, trato o discuto con estos niños pienso que ellos lo hacen con ventaja. Pensad que son personas que, aunque parezca imposible, han nacido en el año 2006. Recuerdo que la primera vez que observé este detalle en la lista de clase pensé inmediatamente que se trataba de un error administrativo, cosa por otro lado frecuente. Pero cuando caí en la cuenta de que, realmente, éste era el año en que se habían asomado a este mundo, entendí que a pesar de todo lo acumulado durante el devenir de mi existencia, ellos contarían siempre con una virtud que a mí ya se me había escapado en gran medida, el tener toda una vida por delante, toda una vida por descubrir.

Por la tarde, al salir del cole, decidí visitar a mi médico. Éste me recibió un tanto extrañado, cosa que por otro lado es normal teniendo en cuenta que la última vez que nos vimos le dije que todos sus consejos no me habían servido para nada, y que le daba unas largas vacaciones. Nada más entrar en su consulta le advertí que esta vez venía por un tema estrictamente físico, por lo que podía ahorrarse todos los sermones habituales. Aquella aclaración resultó ser un alivio para los dos. Así que sonreímos y le expliqué lo del tirón. Evaluó cuidadosamente la movilidad de mi pierna y me recetó caminar. Yo ya camino, le contesté. Ya, replicó, pero me refiero a caminar como objetivo, no como medio. Dedicarte exclusivamente a caminar unos 40 minutos, diariamente. Lo miré, desconcertada, una vez más. Ni tratándose de un tema físico puedo llegar a entender sus consejos. Ya he llegado a pensar que, diga lo que diga, recete lo que recete, lo hace por putear. Sabe perfectamente que no me gusta caminar porque sí. Pero, bueno,  entiendo que en toda guerra hay treguas, y supongo que por esta vez me tocaba a mí levantar la banderita blanca y resignarme a ceder.

Al día siguiente, las molestias en mi pierna no sólo persistieron sino que además aumentaron. Sé que parece rocambolesco y un tanto maníaco, pero tiendo a pensar que si empeoro es por su culpa, que no lo ha hecho todo lo bien que lo debía hacer, que no es un buen médico. Quizás extraigan de mis comentarios que no respeto a este gremio, pero para nada es así. Los admiro profundamente, hacen cosas increíbles. Por eso me jode ser la puta excepción cuando mi sufrido doctor me repite que aún no ha conseguido cerrar ninguno de mis casos en su historial. En fin, que me pierdo. ¿En qué habíamos quedado? Ah sí, en caminar 40 minutos. Pues eso, al día siguiente me puse el mismo chándal que conservo desde hace diez años, me calcé mis deportivas y salí a cumplir con mi cometido facultativo. En mi trayecto hacia el parque observé a decenas de personas caminando apresuradas de un lugar a otro. Intenté jugar a adivinar adónde se dirigían para hacer más amena aquella obligación. Pensé que algunos de ellos se apresuraban por llegar a casa para ver a aquellas personas que hacían más agradable su existencia. Intenté calcular en qué proporción habían elegido a aquellos seres. Pero me perdí en los porcentajes. Nunca he sido buena en temas de estadística. Ni siquiera he conseguido nunca aproximarme a la variable que despeje qué parte de mi vida es elegida y qué parte es aún una incógnita. También analicé a otros caminantes, frenéticos, que se distinguían claramente de los otros por su caminar cabizbajo, abatido. Éstos eran diferentes. Me incliné a pensar que, en este caso, su prisa radicaba en recuperar los pasos, el tiempo perdido. Permanecí observándolos un buen rato, todos acababan desapareciendo tras el polvo que levantabas sus propias pisadas. Seis días después de repetir aquella rutina me percaté de que mi pierna apenas mejoraba, había perdido casi dos kilos y, tras tanta meticulosa observación, empezaba a sentirme angustiadamente cómplice del deambular desorientado de la humanidad. Al séptimo día resolví que lo mejor era comprarme una cinta de correr barata.

El sábado siguiente por la mañana, no muy temprano, decidí estrenarla. Al principio, resultaba sencillo y bastante impersonal. Se trataba, nada más, de caminar. Sin ningún otro aliciente, propósito o anhelo. En definitiva, un aburrimiento. Así que a los pocos kilómetros cerré los ojos, pero al hacerlo sentí como, misteriosamente, llegaba a lugares remotos de mi memoria. Paseé por aquel instituto de pueblo impronunciable dónde pasé largos años intentado indagar en qué consistía la vida, luego transité por mi vieja universidad dónde descubrí todo lo que estaba por hacer, y que aún, en aquel entonces, era posible. Más tarde circulé por las estrechas calles de mi pueblo y me pregunté cual fue el traspié que provocó que perdiera a algunos buenos amigos. También, fortuitamente, encontré un antiguo amor que permanecía anclado en algún punto de mi camino, y lo cogí de la mano y vagamos juntos por aquella hermosa y cruel ciudad que, en su día, decidió separar nuestros pasos.  Minutos más tarde me sentí cansada y paré aquella máquina. Al quitarme las zapatillas observé que estaban bastante maltrechas y que en sus suelas habían acumulado fragmentos de esperanza, y también de dolor. Descarté recapitular todas las pisadas que había recorrido hasta llegar a este punto de mi vida. Pero decidí, que a partir de ahora, mis pies sólo me llevarían dónde quisieran llevarme. Sin prisas. Sin recetas. Sin piedad.

Confusos tiempos verbales (Redux)

Era lunes, un lunes corriente. Un lunes de mierda, para entendernos. Estaba corrigiendo los ejercicios de lengua de mi clase cuando, de pronto, comprobé que uno de mis alumnos confundía el futuro con el condicional. Bueno, no es tan grave, pensé. Podría haberse enredado con otros tiempos de por sí más complicados como el presente continuo o el pasado simple. Lo llamé a mi mesa para hacerle ver su equivocación y ayudarle a corregir aquel error. Empecé tranquilizándole. No te apures, está todo bien, sólo que tienes una pequeña confusión con el futuro. Mira, el futuro son aquellas acciones que pasarán seguro. En cambio, el condicional, es el tiempo verbal que empleamos para expresar deseos, posibilidades o cosas que tal vez pasarán, pero de las que no podemos estar seguros. El chaval miraba el folio y negaba con la cabeza. No lo entiendo, susurró. Ponme un ejemplo. De acuerdo, contesté. Si dices “Mañana iré a clase” Estás hablando de algo que pasará seguro, por lo tanto, es futuro. Pero si dices, “mañana iría a clase”, planteas una posibilidad que depende de otra cosa, como por ejemplo que sea o no un día lectivo, o que no estés enfermo, por lo tanto en este caso se trataría de condicional. ¡Ah! Así sí lo entiendo. Pero claro, añadió dubitativo, no pasa con todos los verbos, ¿no? Puse cara de sorpresa y le contesté que sí, con todos sin excepción. A lo que él interpeló: pues entonces no lo entiendo. A ver, ponme un ejemplo, le dije yo esta vez. Supuse que le costaría reaccionar a mi demanda, pero en cuestión de segundos exclamó: ¡Vale! Mi padre siempre dice: Mañana estaremos mejor. En principio, parece que es futuro, ¿no? Pero al día siguiente estamos igual de jodidos. O cuando mi madre me dijo, antes de salir del país, no te preocupes, hijo, en España todo saldrá bien. Y sin embargo, mis padres se pasan el día maldiciendo la hora en que decidieron venirse a este puto país. Lo de puto lo dicen ellos, no te me enfades. Vamos, que si la gramática y la realidad no me fallan, eso no ha pasado. Y aunque ahora vivimos en un presente horrible, se suponía que esto iba a ser un futuro esperanzador. ¡Uf! que me lío. Lo que quiero decir, profe (los chavales siguen utilizando esta expresión) es que teniendo en cuenta la teoría que me has explicado, soy incapaz de saber desde el presente si un verbo es futuro o condicional.

A todos los profesores nos llega ese momento en que una pregunta o comentario de un alumno nos descoloca tanto que nos gustaría volver a la universidad y encontrar la manera de explicar aquello que en verdad sabemos, pero que no encontramos la manera de trasmitir. Recuerdo aquella afirmación que hacía San Agustín ¿Qué es el tiempo? Si no me lo preguntan, lo sé; pero si me lo preguntan, no sé explicarlo. Se podría decir que ignoramos muchas cosas que creemos saber, pero que quizá nunca nos hemos cuestionado, por lo que en verdad, seguramente, no tengamos ni la más remota idea. Almenos siempre he pensado eso de mi médico. Se ha pasado el último año repitiéndome que si dejaba de fumar, me encontraría mucho mejor. Un día decidí hacerle caso con la esperanza de que en cuestión de poco tiempo toda esta mierda que arrastraba desde que Toni me dejó desaparecería por alguna alcantarilla en los confines de mi existencia. Sin embargo, al sexto día había empezado a subir mis dosis de gintonics diarios, ya me había agenciado cinco discos de música pop y engordé cuatro kilos específicamente a base de frutos secos. El séptimo día lo llamé, después de 5 meses de consagrado silencio, y le dije que todavía lo quería más que a nada. Todo un desastroso cuadro clínico que jamás saldrá en las placas que trimestralmente me encarga mi entrañable doctor. Ojalá los sentimientos no fueran translúcidos en las radiografías que hace de mi corazón. Quizá así acertase algo en el diagnóstico, y en el tratamiento.

Aquel recuerdo de mi errante guardián de esta frágil salud que arrastro provocó que permaneciéramos en silencio demasiado tiempo, o por lo menos más del que es prudencial entre una alumno que plantea una duda y su profesora. Se suponía que ahora debía contestar algo proporcionalmente interesante y revelador al tiempo que habíamos permanecido callados. Pero lo cierto, es que la hipótesis de la que mi alumno partía era a todas luces irrefutable. Así que seguí con su línea de argumentación, a sabiendas que me adentraba en un camino de caída libre. Le miré a los ojos y reconocí esa mirada que desde hace algún tiempo observo en demasiados de mis alumnos, ese trasfondo de niño mayor que se dilata en esas pupilas negras, mezcla de inocencia con desoladora realidad. Le contesté que tenía parte de razón, pero que no era una razón absoluta sino transitoria. Es cierto lo que dices, pero vivimos una etapa tan complicada que ni los tiempos verbales se aciertan a conjugar. Te diré un secreto, tenemos unos gobiernos que nos quieren robar el futuro. Y desde entonces, todos vivimos confusos entre condicionantes y condicionales. Pero no te preocupes, llegará el día en que el lenguaje no estará plagado de perversas mentiras y el futuro volverá a brillar en todo su esplendor. Ten esperanza. Y dicho esto, mi alumno volvió a su pupitre. Y mientras lo veía alejarse me quedé pensando: ¿Esperanza? Si no me lo preguntan, lo sé; pero si me lo preguntan, no sabría explicarla.

Lo que un día no supiste y ahora sabes

Anoche me pasó una cosa extraña. Llegué a casa cargada con unos cuantos vinilos de segunda mano a 5 euros que me había agenciado en mi tienda de discos preferida cuando de repente sonó el teléfono. No el móvil, sino el fijo. Y ya es raro que mi móvil suene. Pero el fijo, y a ciertas horas, es algo inaudito. Descolgué un tanto extrañada. Alguien preguntó por una tal Sara. Le contesté que se había equivocado sin darle mayor relevancia al asunto. Pero algo me inquietó cuando la persona que estaba al otro lado contestó: no, no me he equivocado. Su réplica fue tan contundente que ni me atreví a dar esa clase de respuestas recurrentes que ofrecemos cuando este tipo de cosas pasan, como por ejemplo repetir el número de teléfono pausadamente para hacerle caer en la cuenta de que algún dígito ha sido marcado por error, así que sólo me limité a preguntarle a quién buscaba. El extraño interlocutor me explicó que éste era el teléfono de un antiguo amor, y que después de pasar algunos meses reuniendo el valor para realizar esta llamada, no le valía un “te has equivocado” por respuesta. Está bien –le contesté. Vuelve a llamar otro día, quizá tengas más suerte. Y acto seguido colgó, no sin antes agradecerme mi atención. Quizás piensen que mi respuesta fue totalmente desajustada a la realidad y que sólo contribuyó a alimentar las fantasías de una persona desesperada. Pero, qué quieren que les diga. Aquel “no, no me he equivocado” me pareció tan franco que no me atreví a cuestionarlo. A los pocos minutos volvió a sonar el teléfono. Supuse que se trataba, otra vez, de aquel extraño hombre. Pero no. Se trataba de Salva. Salva es mi ex. Salva es la persona a la que he amado los últimos dos años. Salva es mi amigo, dice él. Y así debería de pensar yo, supongo. Me recordó que habíamos quedado para tomar algo y que me estaba esperando desde hacía 15 minutos, como siempre. Y aquel “como siempre” me recordó aquel momento exacto en el que él no me esperó, y quise decirle “no, te has equivocado” pero supuse que si no lo entendió entonces tampoco lo comprendería ahora. Así que me disculpé y me dirigí velozmente al bar donde solíamos quedar. De camino empecé a pensar en nosotros, los de entonces. Y recordé cuánto nos quisimos. Siguiendo la cronología habitual de este tipo de historias también me vinieron a la mente los días en que nos empezamos a odiar. Inevitablemente, se confundían con los otros, con los del amor. Pero supongo que esto es algo normal cuando hablamos de sentimientos. Y cuando ya estaba a punto de entrar en el bar recordé aquel momento preciso en el que me propuso seguir siendo amigos y yo acepté. Sin que aún hoy logre entender cómo coño pudo insinuar algo así. Pero bueno, después de tantos meses he aprendido a hacer mi papel. Y, por lo que veo, no se me da nada mal, me sigue llamando cada vez que algo se le tuerce. En fin, bendita amistad.

Te tengo que contar algo –me dijo nada más llegar. Espera a que me siente, almenos –le contesté. Y pedí una cerveza que me ayudase a digerir lo que fuera aquello que me quería explicar. Y empezó su discurso diciendo que le había vuelto a pasar (“como conmigo”, y esto es una apreciación mía que él omite pero que yo sobreentiendo). ¿Te acuerdas de María? La dejé hace un par de semanas porque me confesó que se estaba enamorando de otro. Desde aquel momento te juro que empecé a odiarla. Pero no sé qué me pasa. A veces creo que aún la quiero. Pegué un trago a la cerveza y le contesté, bueno, si te sirve de consuelo, creo que de forma inminente voy a volver a fumar. Y, como suele suceder entre nosotros, encajó mal mi respuesta. Y esto provocó otra de esas conversaciones jodidamente surrealistas.

– ¿Me puedes explicar qué coño tiene que ver el tabaco con el amor?

– Bueno, el amor también tiene su nicotina y sus alquitranes.

– ¿Y qué tiene qué ver esto con lo de María?

– No sé, dímelo tú.

– Que te diga qué. Joder, te estoy diciendo que quiero olvidarla.

– ¿Sí? Pues a mí no me parece que sea del todo así. De hecho, yo también me dejé el tabaco y hay días en que me asalta la idea de dar una calada a un cigarrillo. Luego abandono la idea. Supongo que a ti te debe de pasar lo mismo.

– ¿Me estás diciendo que existe el amor a ratos?

– Bueno, hay gente que cree sólo en la familia cuando llega la navidad, o en la política cuando llegan las elecciones.

– Veo que contigo siempre es igual. Sigues en tu empeño de crear esa estúpida telaraña que acaba entrelazando todo.

– Vale, pues llámala. Dile que la quieres y todo eso. Yo qué sé.

– (risas) Tía, no cambias, ¿eh? (y él sigue riendo, y a mí su comentario no me hace ni puta gracia, pero intento que no lo note). Lo haré. Gracias. Eres un poco rara. Pero molas.

Y acto seguido nos reímos los dos. Él desahogado, satisfecho de obtener la respuesta que buscaba. Yo consciente, de lo absurdo de nuestra amistad. Pero por esta vez tuvo el detalle de preguntarme qué tal me iban las cosas a mí. Y por supuesto, no dudé en mentirle diciéndole que todo bien. Pues él sigue siendo de esa clase de personas que prefieren las mentiras agradables a las verdades incómodas.

– ¿Te estás dejando de fumar, en serio?

– En verdad, me estoy dejando progresivamente de todo.

– Ah! Ya… Te entiendo.

– Tú qué vas a entender.

– Bueno, pues explícamelo….

– Pues que veo que todo se nos va escapando. No sé, hay cosas que tenía y ya no tengo. Otras qué ya no sé y un día supe.

– ¿Cómo qué?

– Como tú.

– ¿Y te quitaste de mí como te has quitado del tabaco?

– Sí, pero yo lo hice sin parches ni sustitutivos.

– Me alegro.

– Claro.  ¿Nos vamos?

Y nos fuimos. De camino a casa me acordé de aquel señor del teléfono que luchaba por recuperar lo que era suyo. A pesar de todo. A pesar de que fuera irrecuperable. Y comprendí que era un héroe.

Seguí caminado, compré tabaco en el primer bar que encontré. Encendí un cigarro y empecé a llorar, añorando todas aquellas cosas que un día supe y ahora no sé. Maldecí esas otras que ahora sé y en su día no logré ni imaginar. Mentalmente, hice una lista de todo aquello que había olvidado: los elementos de la tabla periódica, la cronología de los reyes de España, la lista de la compra que mi madre me daba cada sábado…. Pero me atasqué en aquella lista en que aparecían las personas que no me habían querido.

«Aunque los platos pagues
ya no hay quien te devuelva
lo que un día no supiste
y ahora sabes»

Me sobra carnaval. Los Enemigos

Averías

Después de una semana acumulando resultados de diagnósticos positivos, es decir, negativos. Momentos en el curro que parecen haber sido sacados de una peli de Tarantino y algún que otro episodio kafkiano con el mundo, llega el lunes que, de por sí, no es un día fácil. Pero todo anuncia que éste será aún más prometedor, si cabe. En ocasiones como éstas deseas que haya algún tipo de Dios que vele porque las cosas cuando están  mal, no se pongan peor.  Pero llegado el momento confirmas otra vez que, de existir un Dios, el muy cabrón debe estar encantado regocijándose en las miserias humanas.

Es lunes. Son las 2 de la tarde y pienso que hace días que no sé nada de mi familia. Cojo el teléfono y descubro que no hay línea. Enciendo el ordenador y mis expectativas se cumplen. Tampoco funciona internet. Hace tiempo que no sé qué pasa en el mundo, pienso,  así que decido bajar a comprar el periódico. De regreso, llamo a la compañía telefónica. Por lo visto, después de 28 minutos pasando de operador en operador y deleitándome  con la sinfonía de turno de Beethoven, me informan que hay una avería en la zona y que intentarán solucionarla en 48 horas. Conozco esa expresión “en 48 horas”, se suele materializar en más de una semana. En fin, qué le vamos a hacer. Leeremos el periódico.  Después de repasar la portada, la editorial y algún que otro titular confirmo que mi teléfono, no es lo único que no funciona. Tampoco parece hacerlo mi realidad. Desahucios, paro, corrupción… me gustaría saber a quién llamar para que me solucione esta avería.  Pero mucho me temo que de existir línea, no habrá nadie al otro lado.

Sin nada mejor que hacer, sigo leyendo el diario. Pero mi mente, por suerte, ya ha viajado a otro escenario. Ya no se concentra en entender todas esas noticias horribles que nos informan del devenir de nuestra existencia. Bárcenas, Wert, el aumento del paro juvenil, la puta familia real. Automáticamente, me imagino que el mundo sería mucho mejor si la prensa, por ejemplo,  sólo informara una vez por semana. Así, de alguna manera, tendríamos una visión tan fragmentada de la realidad que no desperdiciaríamos nuestro tiempo en unir los pedazos y darles este amargo (sin)sentido.  Eso sí, tendríamos que organizar bien nuestros días porque, claro está, no íbamos  a elegir  tener una cita con una persona especial el mismo día en que leyéramos el periódico, porque seguro que ese día, la cosa saldría mal. De hecho, ya puestos, podríamos hasta organizarnos de tal manera que los días que estuviésemos enfermos, sólo languideciéramos, o  los días en que odiásemos este mundo y parte de sus habitantes, sólo nos dedicásemos a ello. Así, los días en que nos dedicásemos a deleitarnos con la música y la literatura, tampoco habría nada que los pudiese estropear. Quizás así, y digo quizás, los días en que decidiéramos amar no se verían tan intoxicados por las miserias y los miedos  que suelen enturbiar este noble sentimiento.

Ustedes creerán que esta realidad que propongo es totalmente imposible. Yo no lo tengo tan claro. Cosas más difíciles se han visto. Muchas de ellas, en Canal 9. Y, oigan, el mundo ha seguido girando.  A veces pienso que he entrado en una dimensión desorbitada en que las cosas pueden o no suceder.  Por eso, hay días en los  que sospecho  que todo en lo que creía hace diez años ha muerto. Otros en los que pienso que los muertos somos nosotros. Y el resto creo que la vida, de ser algo, debe ser un milagro que está a punto de suceder.

Hoy era lunes. Pero ya es martes. No pienso abrir un periódico. Ni ponerme enferma. Quizá hoy sólo me dedique a amar sin más a una persona de la que jamás hablarán los periódicos. Pero qué sabrán ellos de mi realidad. Me gustaría creer que llegado ese momento de desasosiego que inevitablemente llegará, descolgaré el teléfono para llamar a alguien que en 48 horas venga a repararme esta avería. El problema es que en estos casos, no  hay a quién llamar. Qué raro es todo, pensaré mientras duermo. Pero no me preocuparé demasiado. Seguramente, despertaré en uno de esos días en los que todo resulta más fácil de reparar. Al fin y al cabo, la vida es un milagro. ¿No?

 

Somos lo que somos, que no es poco.

En mi último cumpleaños, antes de soplar las velas, mis amigos y otros invitados me reclamaron que pidiera un deseo. Y yo, que sigo fiel a mis principios, en particular a ese axioma férreo que me acompaña desde hace unos cuantos años: “Cuidado con lo que deseas, que se puede hacer realidad”, decidí que lo mejor era no pedir nada que algún día se pudiese necesitar. Sin embargo, por no fallar de manera apoteósica a aquellas miradas insistentes que intentaban allanar mi mente en busca de mi deseo más recóndito, decidí desear algo para salir del paso. Descarté, eso sí, cualquier asunto que pudiese defraudarme de manera contundente, es decir, todo aquello que dependiese de otras personas o que tuviese que ver con un mundo mejor.

Así que, una vez desechados unos cuantos anhelos, algunos sueños, y más de una promesa mil veces incumplida, mi mente me sorprendió con un antojo insólito: “Me gustaría saber por qué me gusta escribir”.

Por qué escribo.

Para qué.

Para quién.

Por qué disfruto con estas historias.

Aquel deseo me hizo recordar algunos de los relatos que, antes de ser manuscritos, se habían trazado en mi alma con una clase de tinta difícil de borrar. Algunos eran tristes, otros más bien ficticios. Pero todas eran historias que hablaban de mí, tan reales o irreales como mi vida misma. Hay historias que se han esfumado de mi realidad, pero que siguen intactas en mi memoria.

Dicen los sabios de la mente (nótese la ironía)     que para tener una vida feliz es necesario sincronizar la realidad con la mente. Yo no soy tan pretenciosa, no sabría definir la felicidad, pero sí sé que mis momentos de máxima plenitud se hallan diluidos en mi mente.   

“Me gustaría saber por qué me gusta escribir”.

Seguramente, nunca descifraré este enigma. Jamás sabré el motivo último que me empujó a teclear cada letra de cada relato. Ni siquiera sé si algún día resolveré si esto del blog fue buena idea o no.

La vida no da tregua en su incertidumbre. Me lamento.

Pero al mismo tiempo resuelvo que así está bien. Que de otra manera la vida no sería todo aquello tan asombrosamente irreal que parece sucedernos como si un malentendido hubiese obrado entre nuestros proyectos y lo que nos acaba sucediendo. Una vez leí que el material genético que diferencia al hombre de un gusano no es muy diferente. Al principio, aquella revelación me pareció inconcebible. Con el tiempo, después de conocer a ciertos seres de mi especie, ya no me pareció tan inverosímil. Somos lo que somos y, con todo, así está bien. De hecho,  es casi un milagro. Ahora podríamos estar tejiendo un capullo en lo alto de una morera en vez de estar escribiendo o tomando una cerveza en alguna terraza.

En realidad, lo que quiero decir es que parece que vivimos arraigados a la idea de que todo ha de suceder por algo. Sobretodo, cuando ocurren cosas que no nos gustan. Como si las cosas buenas estuviesen desprovistas de finalidad. Yo no sé si escribo por o para algo. A mí me gustaría creerlo, pero mucho me temo que no es así. O sino que le pregunten al gusano. 

Hace algún tiempo entendí que la proeza más grande que podría llevar a cabo no consistía en escribir una novela o ser una gran saxofonista, sino en limitarme a vivir. Y de algún modo misterioso, desde entonces, todo es diferente.  No sé si me entenderán. Pero desde que no se adónde voy, camino mucho más segura.

Insomnio tocacojones segunda parte

Era domingo. Uno de esos días exasperantes en los que nada pasa y, sin embargo, parece que el mundo entero se tambalea bajo tus pies. Si usted está sólo, ya me entiende, es decir,  si no tiene a alguien a su vera con quien compartir horas de tedio frente al televisor, o no pertenece a ningún club que organice eventos absurdos con los que rellenar cada minuto de este maldito día en el que ni el mismo Señor se atrevió a hacer nada más que descansar. Si usted se identifica con cualquiera de las opciones anteriores, no siga leyéndome, porque no entenderá nada. Usted ya es feliz. Siempre y cuando, no se lo pregunte demasiado, claro. Pero si por cualquier motivo cree que no pertenece a esa especie que en su día decidió sacrificar lo que podría haber sido su vida, con sus imperfecciones y sus glorias, en pos de otra vida más o menos previsible, más o menos ficticia, siga leyendo esto que nada le aportará, de eso estoy segura, pero quizá se sienta menos sólo, menos raro en este universo tan infinitamente hostil.

He titulado este relato como Insomnio tocacojones segunda parte. No es baladí. La semana pasada mi cama y yo tuvimos varios desencuentros, algún que otro reproche y más de una palabra fuera de tono. El caso es que yo le recriminaba su poca capacidad para realizar su principal función que no es otra que envolverme en su sueño. Ella, sin embargo, me reprobaba mi excesiva actividad neuronal. Decía que no era de recibo alentarla a conquistar el sueño con tanta desesperanza. Yo le intentaba convencer de que este desasosiego nada tenía que ver  con una apatía premeditada hacia el descanso. Pero la muy zorra, erre que erre:  Si quieres dormir conmigo, relájate. Como si fuera tan fácil, joder. Su particular sermón me recordaba todos esos libros de autoayuda que nunca he leído que se atreven a ordenarte que veas tu vida como algo mejor, aunque para ello recurras a apartarte de las grietas que resquebrajan lo que viene a ser tu propia existencia.

Pues nada, como ustedes imaginarán, no hubo acuerdo entre las dos partes. Y tal y como se está poniendo la justicia, eludí denunciar su ineptitud ante los tribunales por eso de ahorrarme las tasas y un veredicto inequívocamente adverso.  Los insomnes ya hace tiempo que hemos desechado la idea de que nos den la razón, el cuento de David y Goliat pasó una vez. Nunca más volverá a pasar. Nunca jamás lo permitirán.

A pesar de este marcado y concienzudo desencuentro entre mi cama y yo, he de confesarles que en el fondo me sentí un poco mal. Recordé el día en que compré aquella cama. De inmediato, nada más reposarme sobre ella, supe que era la más cómoda de la tienda, pero con el tiempo, descubrí que seguramente era la más confortable de toda la ciudad. Mis amigas pueden dar fe de ello. Y es que una, además de pertenecer a  una especie  soberanamente terca, en el fondo, es una sensiblera totalmente predecible.  Así que acabé por intentar hacer las paces. Al fin y al cabo, la historia está repleta de binomios de amor odio que siguen juntos hasta el final: Caín y Abel, Rómulo y Remo. Imagínense cualquiera de estos seres sin la existencia del otro. No lo hubieran soportado.  Por lo que aparté esos miedos que tanto me angustian, me metí en la cama y cerré los ojos, a ver qué pasaba. Ciertamente, no pasaba nada. Sólo que me seguía  costando conciliar el sueño, así que encendí la luz y miré hacia la mesita buscando el paquete de tabaco que suelo dejar en el estante inferior. No lo encontré.  Pero no me entró ningún ataque de pánico. Recordé mi tregua con mi lecho: nada de alarmas ni  inquietudes.

En medio de un silencio completo empecé a oír algunos ruidos. Miré el reloj. Las 2 de la madrugada. Y yo, que en el fondo soy bastante poriguita y, en ocasiones, exorbitadamente desmesurada, consideré que a aquellas horas los ruidos sólo pueden venir de un sitio: del infierno.  Me sobresalté.  Y aquel canguelo hizo que avivasen otros miedos pasados, que por más tierra que eche, nunca quedan del todo enterrados. Seguí escuchando aquellos ruidos fantasmales durante bastante tiempo, el suficiente como para acordarme hasta del día en que conocí a la misma muerte.  Rápidamente, me di la vuelta  y aplasté mi cara sobre la almohada,  buscando un consuelo absurdo. Un consuelo, al fin y al cabo. Pero la muy falsa de  mi cama había resulto dejarme sola. Otra vez.  En medio de un arrebato  de osadía me levanté y me dirigí hacia el pasillo.  Entre la penumbra,  repetí  varias veces en voz bien alta  “no es real, no eres real”. Pero nadie contestó.  Aquello me hizo comprender que, evidentemente, tratándose de fantasmas, no podían ser reales. Y resolví que, seguramente, era yo quien para justificar mi combatividad con mi cama y, a fin de cuentas, con el mundo,  reproducía aquellos miedos. Y es que  el mundo está lleno de fantasmas. La pregunta es si están fuera o dentro de nuestra cabeza.

A los pocos minutos, escuché un ruido de  llave en  la cerradura del tercer piso. Entendí  el absurdo del asunto y sonreí. Pero lo cierto, es que ya había recuperado mis miedos. Por lo que regresé a mi cama, esta vez, más tranquila.

Insomnio

Hay personas que cuando no pueden dormir les da por contar corderitos o realizar cualquier actividad estúpida que en un estado de vigilia voluntario jamás realizarían, por ejemplo, mirar los horarios de gimnasios cercanos a su domicilio a los que jamás acudirán o,  como en aquella película, la cena de los idiotas, montar estructuras de edificios emblemáticos con palillos. Yo los califico como insomnes faltos de fe. Sin embargo, yo puedo decir que soy una insomne auténtica de esas que nunca pierden la esperanza en volverse a dormir. Así que, en esas noches, decido realizar tareas que no me alejen demasiado de esa cama que rehúye abrazarme en su sueño.  Por esta razón siempre he recurrido a coger un buen libro que, letra a letra, acaricie mis párpados hasta hacerlos pesados y me sumerja poco a poco en el mundo onírico. El otro día, escogí uno de Houellebecq y cuál fue mi sorpresa que en la cuarta página descubrí que el libro me leía a mí. Me había pasado algo parecido con algunos cuadros de Turner o de Delacroix en los que en su día me sentí sumergida en el más profundo naufragio o guiando la libertad de un pueblo al que ya no reconozco. Pero jamás con un libro. Desconozco si a ustedes les habrá pasado algo parecido, pero de repente me vi descendiendo por sus líneas como quien baja una montaña abrupta por  la cual no puedes retroceder y sentí  como  las palabras me recorrían en la dirección más profunda de mis entrañas. Al principio, intenté disimular para que el libro no se diera cuenta de su hazaña y seguí leyendo cada palabra poco a  poco, con la curiosidad de quien se adentra en las profundidades de sus más recónditas voces.  Y, en su preámbulo, las frases traspasaban con absoluta tranquilidad rozando zonas de mi existencia totalmente sociables como quien recorre las habitaciones del piso que compartes con la amiga de turno. Pero, a medida que la prosa iba avanzando, intentaba entrar en otro tipo de habitaciones de esas que tienes en tu interior y que nunca abres,  por educación o por miedo, no lo sé.  Lo cierto es que hay parcelas en las que una siempre pasa de puntillas sin atreverse ni siquiera a otear por  la mirilla, a sabiendas que encierran lo mejor y lo peor  de una misma. Confundida y un poco acobardada por el rumbo que habían cogido las últimas páginas decidí cerrar el libro y  los ojos.  Pero las palabras siguieron hablando de mí. Y en voz cada vez más alta. Resistí a la ridícula tentación de levantarme a beber un vaso de agua y decidí cambiar de estrategia. No sé por qué se me ocurrió que podría probar odiar a alguien a ver si así  podía desviar la atención.  Pensé en los políticos de mi país, pero no funcionó. Es difícil odiar a quien nunca quisiste. Y aquella conclusión hizo que me acordase de ti. Así que me levanté y me fui hacia el pasillo, oscuro,  a fumarme un cigarrillo. Dejé que aquel libro siguiese hablando de mí y pasé un tiempo estupendo con el hombre que encontré en una de esas habitaciones infranqueables. Levanté los párpados en medio de aquella opacidad nocturna e intenté adivinar que se esconde tras la oscuridad de un mundo tan complejo. Pero al alzar la mirada sólo vi tenebrosidad. Y un espejo que reflejaba un cuerpo lánguido.  Y  fue entonces cuando empecé a plantearme la idea de reconstruir, algún día,  la Sagrada Familia en palillos.

Valores

El otro día comentaba una buena amiga la dificultad con la que se enfrenta al tener que explicar a sus alumnos algunos temas de sociales, en este caso el de la democracia y el sistema electoral. Y es que la cosa debe estar muy jodida para que una buena profesional como ella  que lleva años explicando algo que a su vez recogen cuantiosos manuales de ciencias sociales, hoy resulte una peripecia difícil de salvar.  Yo que trabajo con niños más pequeños la entiendo perfectamente, pues me pasa algo parecido con el tema de los límites y  los valores. Ya saben: educar para la paz (de unos pocos), respetar al prójimo (aunque sea capullo y medio), no robar (aunque a ti te estén sangrando por todos lados) y, cómo no, la igualdad de oportunidades (me gustaría encontrar al que introdujo este principio y preguntarle que fumaba en aquel momento). Y es que cada vez tengo más serias dudas de si trasmitiendo estos valores estoy educando para que mis alumnos sean mejores ciudadanos o, simplemente,  los mismos gilipollas que hemos permitido que toda esta mierda de crisis suceda. Algunos pensaréis que mis dudas existenciales, una vez más, son exageradas o desorbitadas. Pero ya veréis como tienen un porqué. Hoy en clase ha salido el tema de robar. Esas cosas que pasan entre peques, estuche de los pokémon que veo, estuche que quiero (y me agencio).  Después de identificar al “sujeto sospechoso” y de comprobar que entre el bocadillo de mortadela y la libreta de mates se hallaba el objeto sustraído, intenté hacer un discurso de “lo malo” que es robar. Desde el principio me imaginé que el tema no sería fácil de llevar, teniendo en cuenta que aproximadamente un tercio de mis alumnos tienen a sus padres u otros familiares en la cárcel por este mismo delito. Pero en ningún momento me imaginé que resultaría tan complicado, por mi parte, trasmitir este valor. Por poner un ejemplo, uno de mis alumnos que vive en una furgoneta, y cuyo padre roba pero aún no lo han trincado, decía que su padre le explicaba que robaba para que ellos pudieran comer. Supongo que los manuales de educación para la ciudadanía recogen que en este caso se ha de decir: tu padre ha de buscar un trabajo y mientras no lo encuentre, pedir una ayuda económica al Estado. Pero resulta que no hay trabajo, y menos para un padre no cualificado de cuarenta y tantos años y, además, ahora tampoco hay ayudas económicas. Y todo eso porque unos señores que tienen más pasta de la que él y yo podremos acumular en vida han estado estafando a este país hasta decir basta y, claro, ahora les estamos ayudando nosotros a ellos. Y todo esto me ha hecho reflexionar que probablemente la línea moral que separará en su día a su padre del carcelero no es tan visible como las rejas que separarán sus cuerpos. De la misma manera que me es cada vez más complejo trazar la frontera que separa la angustia del perseguido de las garras del perseguidor. Y es que hasta ahora hemos vivido creyendo saber dónde están las fronteras de las cosas, dónde termina lo justo y dónde empieza lo injusto, el muro que separa la calma del pánico, cual es la línea divisoria que disocia estar vivo de estar muerto. Y quizás, visto lo visto, ya nada resulte tan claro.

Dicen los físicos que apenas concebimos un 1% del universo, el 99% restante es materia oscura. Quizá este detalle nos ayude a entender que concebimos el mundo de una manera limitada por lo que lo quizá algún día se demuestre que lo que era blanco no era tan blanco y lo que era negro era mucho más oscuro y extenso. A saber. Pero lo cierto es que ante tal paradigma, una profesora no puede demostrar estar ávida de respuestas. Aunque ciertamente lo esté. Así que, esta vez, sólo acerté a filosofar que la vida, como repetía mi abuela, era un poco de todo y un poco de nada. Y para distinguirlo, lo más importante era aprender, saber. Ella también hizo algo parecido a robar para alimentar a sus hijos. Entonces se le llamaba contrabando. Eran otros tiempos. Ya no sé si peores. Lo cierto es que también ella estuvo en la cárcel y allí aprovechó para hacer de maestra, porque en aquellos tiempos era la única reclusa que sabía leer y escribir. Ese aprendizaje la convirtió en una gran persona para otras mujeres. Y le sirvió en tiempos mejores, para continuar su vida trabajando con una dignidad que pocos lograrán jamás imaginar.

Cuando mis alumnos marcharon de clase, recordé a mi abuelita. Falleció en octubre del pasado año. El médico que la atendió diagnosticó que había muerto de vieja. Nunca lo creí. Lo que no sé es si murió de un poco de todo o de un poco de nada. Espero que fuera de lo primero.