Estas últimas vacaciones de semana santa regresé a mi pueblo. Quedé con algunos de esos amigos atemporales que permanecen arraigados a ese paisaje bucólico que aún decora los recuerdos de mi pasado. Después de varios días de excesos sin remordimientos ni reproches que solo puede ofrecer una tierra fértil en la que nada crece, decidí visitar mi antigua calle, mi casa de la infancia. Hacía muchos años que no pasaba por allí, en gran parte debido a que no hay ningún bar cerca.
De camino a aquel lugar empecé a recordar algunas de las cosas que allí había vivido. Todas aquellas imágenes se dibujaban de forma muy borrosa en mi mente, sin embargo, aquello no evitaba que proyectara una sonrisa melancólica. Al llegar allí, descubrí que, en lugar de mi casa, había un kiosco. Me asomé desde la vidriera y vi una dependienta despachando algunas golosinas a unos niños. ¡Qué lástima! Pensé. Y regresé al bar de siempre a empezar otra de esas jornadas cerveceras que acaban cuando el éxtasis del alcohol perece, cuando el desfase entre el reloj y la noche resulta excesivo, cuando de forma letal, asoma el sol.
Al cabo de dos días, tuve que volver a pasar por allí, pues tenía que acompañar a mi abuelita al dentista. Cuál fue mi sorpresa cuando descubrí que mi antigua casa estaba, otra vez, allí. Deshabitada, polvorienta, desaliñada. La fachada mostraba algunas manchas y una de las ventanas exhibía cristales rotos. Seguí mi camino un tanto consternada y llegué al dentista. Y mientras esperaba a mi abuelita no dejaba de atormentarme aquella extraña visión.
Al día siguiente no pude resistir a la tentación de volver a pasar por allí. Y cuando regresé volví a ver aquel kiosco. Permanecí largo rato observando desde la acera y en un impulso desafiante entré y compré una bolsa de gominolas. Observé por dentro la tienda y no encontré nada que hablara de la que fui. Noté un escalofrío recorrer mi cuerpo al pensar que el devenir del tiempo había decidido borrar mis recuerdos, suprimir esa parte de mí que yo lucho por conservar.
En los días sucesivos, pasé por allí varias veces y mi antigua casa aparecía y desaparecía sucesivamente. Uno de esos días, acudí al bar del pueblo y ofrecí aquella bolsa de gominolas a mis amigos. A medida que iban comiendo de ellas percibí que sus cuerpos se iban difuminando. Inmediatamente retiré la bolsa por miedo a que, en un atracón, alguno de ellos desapareciese. Tiré las gominolas a la basura. Ellos se quejaron durante un rato, pero a la siguiente ronda olvidaron aquel asunto.
Aquella noche no pude dormir, estaba exhausta ante tanto misterio. Así que decidí volver a aquel lugar para comprarme otra bolsa de gominolas y comérmelas todas de un tirón. Pensé que así, a lo mejor, desaparecían todos esos recuerdos que aún arrastro y que hacen tan insoportable mi existencia. También calculé que entre tantas otras posibilidades podía desaparecer yo. Pero decidí correr el riesgo.
A las 10 de la mañana llegué. Y volvía a ver mi antigua casa. Empezaba a crecer la hierba por las paredes y las manchas eran mucho más oscuras y extensas. De repente, apreció una señora que sacaba cosas de la casa. Llevaba una caja de cartón con un par de muñecas sin cabeza, algunos libros de Mazinger Z, un libro de lenguaje musical para principiantes y un par de raquetas de tenis. Era la caja del pasado de alguien que quizá era yo. Le pregunté a la señora si conocía a quién pertenecía todo aquello. Y me respondió que desde hacía un tiempo no se había vuelto a saber del pasado de aquella persona. Yo no le dije nada, por respeto. Y por saborear a solas aquel amargo sabor del olvido. Me acordé de las gominolas. Y lo entendí todo.